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lunes, 31 de enero de 2011

Los Lakers y los globos de la victoria

Jerry West penetra entre John Havlicek y Bill Russell

Hablar de un Lakers-Celtics es hablar de una de las rivalidades más enconadas que se pueda imaginar en el deporte. Son las franquicias más laureadas de la NBA. 17 anillos de verde. 16 de oro y púrpura. Hasta 12 veces el cartel de las Finales de la NBA ha anunciado este enfrenamiento. Y en cinco de ellas fue necesario recurrir al séptimo partido para decidir el ganador. La última fue hace unos meses y se resolvió con triunfo angelino en casa, pero no siempre fue así.

De esas cinco ocasiones, sólo una había tenido Los Ángeles como escenario, pero es probablemente la más difícil de olvidar. "Cuando pienso en todos estos 'playoffs' contra los Celtics, siento mucha frustración. Fueron demasiados años dándolo todo para quedarnos a las puertas porque no éramos lo suficientemente buenos. Pero lo del ’69 fue diferente. Aquella vez éramos mejores".

Y Jerry West no se equivocaba. En aquella época formaba uno de los mejores tridentes de la historia junto a Elgin Baylor y Wilt Chamberlain. Un equipo que para variar nunca consiguió batir al gran enemigo verde en las Finales. Aquel año era distinto porque resultaba obvio que sería la última actuación de los grandes Celtics, demasiado viejos y sin relevos para seguir compitiendo al máximo nivel. Tuvieron que reservar fuerzas durante la liga regular y como consecuencia perdieron el factor cancha en los 'playoffs'.

Poco le importaba a un equipo con ese gen ganador. En primera ronda se deshicieron sin miramientos de Philadelphia. En la siguiente eliminaron a los Knicks, que durante la liga regular les habían ganado en 6 de los 7 enfrentamientos directos. Así hasta llegar las Finales contra los Lakers, unas series en las que cada uno aseguró los partidos de casa y que tuvieron en Jerry West a un gran dominador.

Los angelinos habían estado cerca de llevarse el cuarto partido en Boston, pero una canasta inverosímil de Sam Jones (llegó a asegurar que ni siquiera intentaba meterla, sólo conseguir que Bill Russell se hicieron con el balón debajo de la canasta) evitó la sorpresa. Wilt Chamberlain no daba crédito y la tomaba con el soporte de la canasta. "Otra vez no. ¡Otra vez no!".

JK Cooke mirando al techo del Forum
Con todo, los Lakers tenían razones para el optimismo en el séptimo partido, aunque alguno quizá demasiadas. Fue el caso del dueño de la franquicia, Jack Kent Cooke, el mismo que dos años antes había construído el histórico Forum de Inglewood, el recinto que acogería el desenlace de la eliminatoria. Siempre ha habido dueños que quieren hacer suyo el éxito de sus equipos. A veces sin ni siquiera importarles que antes tenga que jugarse un partido.

Para esta ocasión sacó a pasear todo el júbilo que llevaba dentro. Preparó el champán; trazó el itinerario para el desfile de la victoria; hasta llevó a la banda de música de la Universidad de California del Sur para que tocara el 'Happy Days Are Here Again' ('Vuelven los días felices')... Y colgó del techo miles de globos con los colores de la franquicia, preparados para caer sobre la pista en cuanto su equipo derrotara, por fin, a los malditos Celtics.

"Me temo que esas cosas se van a quedar ahí arriba por mucho tiempo", avisó Red Auerbach, que para entonces ya había dejado el banquillo de Boston pero no las riendas de los Celtics como mánager general. "Nunca lo olvidaré. Fue una de las cosas más vergonzosas que he visto en mi vida. Lo único que consiguió fue hacernos daño", recordaría West.

Aquello ya no tenía buena pinta cuando los Celtics se marchaban al comienzo del último periodo con 17 puntos de ventaja. Definitivamente tampoco cuando, en plena remontada y a cinco minutos para la conclusión, con su equipo perdiendo de 7, Wilt Chamberlain tenía que irse al banquillo por un golpe la rodilla. Aunque pronto pidió volver al partido, el entrenador Van Breda Kolff (con quien no guardaba una buena relación, dicho sea de paso) decidió prescindir de él.

La remontada siguió su curso y el partido se hacía eterno para Boston, que hacía lo imposible por conseguir que el reloj corriera más deprisa. Con sólo un minuto para el final y el reloj de posesión casi agotado John Havlicek perdió el control de la pelota, pero fue a parar a manos de Don Nelson. El que posteriormente se convertiría en el entrenador con más triunfos de la historia, no tuvo tiempo más que para levantarse y soltar el balón. El tiro dio en el aro, rebotó casi por encima del tablero... y cayó dentro.

En la última jugada del partido Jerry West intentó salvar a su equipo, pero el balón no entró y Bill Russell se hizo con el rebote. Un rebote que valía su undécimo y último anillo. A West le quedó el vano consuelo de ser nombrado MVP de las Finales, el único jugador de la historia que lo ha conseguido a pesar de la derrota de su equipo. El premio que acompañaba a ese título fue un coche... Un coche verde.

Y los globos... acabaron donados a un hospital infantil de Los Ángeles.

Bill Russell y la Medalla de la Libertad

Bill Russell, durante su etapa como jugador en San Francisco

Dicen que los negros tienen que ganarse sus derechos. Supongamos que el mismo día que mi hijo nacieron en Boston otros 50 niños. ¿Por qué mi hijo tiene que ganarse sus derechos? ¿Por qué yo tengo que ganarme los míos?”.

Bill Russell, uno de los mejores jugadores de baloncesto de la historia, fue también uno de los deportistas más controvertidos de su época. Uno de los primeros en hablar abiertamente sobre la discriminación en Estados Unidos a mediados de siglo.

Gracias a esa denuncia y lucha pública por lo que él creía justo, Bill Russell recibirá la Medalla de la Libertad, la máxima distinción a la que puede aspirar un civil en Estados Unidos y que, en el mundo del deporte, recibieron figuras como los golfistas Jack Niklaus y Arnold Palmer, el tenista Arthur Ashe o el boxeador Muhammad Ali.

Precisamente junto a The Greatest protagonizó una de sus apariciones públicas más relevantes. Cuando Ali se declaró objetor de conciencia y renunció a la Guerra de Vietnam por razones religiosas, una oleada de críticas y acusaciones cruzó todo Estados Unidos. Un grupo de deportistas negros decidió acompañarle en su comparecencia ante los medios como muestra de apoyo. Entre ellos un joven Kareem Abdul-Jabbar que por entonces aún respondía al nombre de Lew Alcindor, y Bill Russell.

Aunque hoy no suene como algo extraordinario, sí lo era en los Estados Unidos de mediados de siglo. Fuera como héroe del equipo universitario o como jugador de los Boston Celtics, no fueron pocas las veces que le fue negada la entrada a un restaurante o un hotel por su color de piel, aunque nada tan humillante como vivirlo delante de sus hijos. Por eso condena ferozmente la apatía. “No digáis que es triste y que no debería ser así, sólo para sentiros bien. Votad y aceptad a la gente por lo que son, personas, y entonces estaréis dando a todos una igualdad de oportunidades”.

Cuando miro cómo han luchado los negros, no puedo más que estar orgulloso. Hemos hecho un gran trabajo de supervivencia. Vivimos en un gran país, pero podría ser mejor si todos tuviéramos las mismas oportunidades”, lamentaría. Por eso trabajaría activamente para que la reforma del sistema educativo en Boston permitiera a los niños menos privilegiados acudir a mejores centros educativos.

Sin embargo, su estancia allí no siempre fue idílica. Cuando, siendo jugador de los Celtics, Russell se instaló en la localidad de Reading, fue recibido como el héroe que era. Pero cuando intentó mudarse a un barrio más acomodado, uno que a juicio de algunos no le correspondía, quienes le habían recibido entre agasajos empezaron a hacer circular una solicitud en su contra. Al poco tiempo, unos vándalos asaltaban su casa y llenaban las paredes de excrementos y obscenidades. “Preferiría estar encarcelado en Sacramento que ser alcalde de Boston”, acabaría diciendo.

No sólo para coger rebotes salta uno
Su importancia fue también capital dentro de la pista. Era un gigante que había competido de manera satisfactoria en carreras de 400 metros y saltos de altura. Huelga decir que con esas condiciones fue uno de los jugadores que mejor representó el cambio de las posesiones a 24 segundos. Pero sobre todo puso en mente de todos la importancia de una buena defensa. Recibía críticas por su pobre juego ofensivo, pero a la hora de proteger su aro era inmejorable. “En baloncesto se juega con dos canastas, una a cada lado de la cancha, y él va a defender la suya mejor que nadie”, diría el afamado entrenador universitario Pete Newell.

Y desde luego ayudó a eliminar algunas de las últimas barreras raciales que quedaban en pie. Fue el primer MVP y el primer entrenador negro (designación que generó un debate sobre las aptitudes de un afroamericano para este puesto), aunque ésos son logros a los que nunca ha dado importancia. “No me importa quién ha sido el primero en esto o en aquello, sino cuántos hay”. Claro que quienes vivieron tiempos aún más difíciles no pensaban lo mismo.

Es famosa la ocasión en la que su abuelo fue junto a su hermano a presenciar un partido que los Celtics jugaban en Louisiana. Por entonces Bill Russell ya era entrenador-jugador del equipo. “¿Es él quien manda?”. “Sí”. “¿También a los blancos?”. El hermano asintió ante la incredulidad del abuelo, aunque el momento crítico llegaría tras el encuentro. Nada más entrar al vestuario, el abuelo Russell rompió a llorar. “Jamás pensé que vería a blancos y negros compartir la misma ducha”.

Bill Russell asumió el reto que le tocó vivir y en base a él forjó su carácter. Quienes le conocen hablan de una persona demasiado sincera y terriblemente orgullosa. Se niega a firmar autógrafos porque asegura que le debe a los aficionados lo mismo que ellos a él: nada. Se negó a asistir a su ceremonia de entrada en el Salón de la Fama por considerarla una institución racista (de nuevo, él fue el primer afroamericano) y condicionó la retirada de su camiseta en Boston a que se celebrara en privado, sin público.

Con el tiempo, ese desapego fue desapareciendo. En 1999 aceptó por fin que los Celtics le organizaran una ceremonia para retirar por segunda vez su camiseta, esta vez ante el público. Se quedó al borde del llanto al darse cuenta de que Boston estaba a sus pies. Diez años más tarde,  David Stern le puso su nombre al trofeo que se entrega al MVP de las Finales. “La gente olvida que hubo un tiempo en el que Russell no era consciente de todo lo que la gente le apreciaba a él y a sus logros. Me gusta ver que esa admiración recíproca se ha restablecido”.

La Medalla de la Libertad servirá como nuevo reconocimiento a todo ello.

[Publicado originalmente para ElMundo.es el 23/11/2010]